POR: Pavelle Melo
Quería compartir por primera vez con mis hijos, en ese entonces de 13 y 11 años, la experiencia de sentir el viento en la cara y la nieve a sus pies. Por eso, en un viaje que hicimos en familia el pasado enero a Nueva York, mi esposo –el único de la familia que ya había esquiado– y yo decidimos desviarnos por un fin de semana hasta Vermont, al poblado de Smugglers’ Notch, conocido por sus resorts de invierno.
El hotel donde nos quedamos allá nos daba una facilidad importante como primerizos: al tener todo incluido, no teníamos que preocuparnos por las elecciones ni el uso del tiempo; apenas con alquilar los equipos, las clases venían incluidas.
Pero claro, una cosa es llamar al diablo y otra verlo llegar: cuando finalmente estuve sobre mis esquís, a un paso de lanzarme, me di cuenta de lo aterrada que estaba. Solo pensaba «¡Veo la montaña muy alta! ¡Esa curva está muy cerrada! ¡Me voy a caer!». Tragué y me lancé, y hoy agradezco haberlo hecho: fue una experiencia liberadora, que ansío repetir.
¿Y mis hijos? Era la primera vez que veían nieve, y para colmo en tal cantidad. Típicos niños, ellos le perdieron el miedo más rápido a la velocidad sobre la masa blanca –algo que a nosotros los adultos, con nuestra precaución de fábrica, nos tomó más tiempo–. ¡Quizá les ayudó el hecho de estar estar tan cerca del suelo!
Sin embargo, con toda la emoción de sentir el frío cortando el cuerpo, nuestro recuerdo más bonito de ese fin de semana es uno muy cálido: el chocolate caliente que compartimos juntos en una fogata nocturna, presenciando el espectáculo de ver a los entrenadores descender la montaña armados de luces de bengala. ¿El veredicto? Mis niños me dicen que el crucero de Disney que tomamos hace unos años fue su viaje favorito, pero que este de Vermont es, definitivamente, el segundo en su lista.
Foto: Cortesía de Pavelle Melo