El amanecer desde un desierto marroquí

Nuestra supervisora Miguelina Pérez estuvo en Marruecos, y allá vivió un momento de felicidad inesperada: la sobrecogedora belleza de ver el sol subir junto a las dunas de un desierto

POR: Miguelina Pérez

 

¿Hay algo que dé más trabajo que levantarse de la cama a las 5:00 de la mañana para ir al gimnasio y después fajarse en las máquinas? Yo pensaba que no había nada que se comparara a esa tortura, pero en un viaje a Marruecos descubrí que había algo posiblemente más alocado: despertarse a las 4:00 de la mañana para ir al medio de la nada en un desierto en una localidad cercana a Erfoud.

Cuando el despertador dio su alarma, me lo pensé de nuevo: “¿Y es verdad que yo voy a dejar esta cama tan rica para ir a un desierto?”, me decía. Dados los -2 grados Celsius que tendría que enfrentar, sobre los jeans me coloqué unos leggings, sobre la chaqueta una bufanda, y sobre la cabeza un turbante. Me armé de valor y me monté en la jeepeta que, tras media hora de camino, nos dejó en el medio de la nada. Ahí, en total oscuridad, un camello —sí, señores, un camello— me llevó hasta las dunas.

A las 5:30 de la mañana, mis piernas enfundadas de jeans con leggings se hundían hasta la rodilla en la arena de las dunas, haciendo que perdiera el aliento. Entre los gritos en mi cabeza que me decían que iba a quedar tiesa ahí mismito escuchaba a mi guía preocupado, que solo me decía: “Habibi, are you OK?”. Al llegar a la cima de la duna seleccionada, igual que en los muñequitos, me tiré boca arriba con los brazos abiertos sobre la arena, y hasta mi nombre se me olvidó. Pero unos 10 minutos más tarde, al sentir la claridad sobre mi cuerpo, abrí los ojos y vi el sol naciente: creo que en ese momento también nació algo en mí. Se me olvidó todo el esfuerzo, el frío, el habibi, y quedé anonadada con la belleza de lo que estaba viendo —algo así como las madres que, después de nueve meses y un parto trabajoso, olvidan todo el dolor al ver el precioso bebé que han traído al mundo—.

Creo que ahí también se me olvidó mi nombre, pero por la situación opuesta: porque sentí una libertad increíble, una felicidad casi infantil que me puso a saltar sobre la arena y a sonreír sin pausa. ¡Qué sensación tan hermosa!

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Ahí estuve con mis compañeros de viaje hasta las 6:30 de la mañana, hasta que nuestros guías nos bajaron de las dunas montados sobre alfombras, así como los niños que bajan las colinas en yaguas aquí en República Dominicana. Yo seguía feliz, y ahí recordé algo que había olvidado durante la subida: sí, levantarse a las 5:00 de la mañana para ir al gimnasio es horrible, pero una vez uno se monta en las máquinas y acaba la rutina de ejercicio, las endorfinas se disparan y uno termina sintiendo una felicidad que dura horas. En este caso, sé que esa felicidad que sentí en Marruecos será un recuerdo que durará por años.

Fotos: Cortesía de Miguelina Pérez y Nuris Pérez

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