POR: Ian Ruiz
Para llegar a la Basílica del Señor de Monserrate, ubicada en el tan visitado cerro bogotano, hay que tomar un teleférico —o un funicular, para quien aguante la pendiente de 80 grados durante 800 metros—. Estar allá arribota, a tres mil metros de altura agarrado apenas de un cable es un poco atemorizante al principio, pero la rapidez y la hermosa vista panorámica hicieron que los tres minutos del trayecto pasaran sin darme cuenta.
Vale la pena el trayecto: se disfruta desde las esculturas en forma de mariposa que indican el camino hasta las construcciones de estilo mediterráneo, todo en un pintoresco blanco. La vista desde ahí también es impresionante, pues más de la mitad de Bogotá da la cara, con sus edificios de ladrillo de un lado y la cordillera Oriental de los Andes del otro. Ese ambiente tan de postal, tan limpio, tan bien cuidado, tan enriquecido por la geografía, me hizo pensar que estaba en un pequeño pueblo de Dios.
Seguramente lo mismo pensaron las personas que establecieron ahí la Basílica. Construida en 1925, fue hecha para los peregrinos católicos que ascendían el cerro de Monserrate. Es una edificación neocolonial pero minimalista, una iglesia de pueblo que rechaza lo sobrecargado en su decoración —y, de hecho, a veces también rechaza lo turístico, pues los curas que ofician la misa prohiben la fotografía durante los servicios diarios, para promover la reflexión durante la eucaristía—.
Visitar Monserrate tiene su parte fotográfica, pues llevarse una toma panorámica de la locura geográfica y urbanística que es Bogotá es un souvenir impresionante. Sin embargo, también tiene su parte espiritual: si me pongo a pensar en un ambiente propicio para sentirse más cerca de Dios, creo que no hay otro mejor.
Foto: Ian Ruiz
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