POR: Rab Messina
A LO FORMAL: BELLEVUE
El tema con el viejo centro de Praga es que, no importa cuántas veces se cruce a pie un puente sobre el río Moldava, la vista no deja de impresionar. Justamente a esa vista hace referencia el nombre del restaurante Bellevue, situado a pocos pasos del Puente Carlos, del lado del Distrito 1.
Ahí, en el piso inferior de una casona del siglo XIX remozada, pude probar recientemente un menú de degustación de cocina que ellos llaman neo-europea; yo la llamaría una combinación de ingredientes imposiblemente en su punto, en una combinación de texturas y sabores que, literalmente, da gusto.
La cocina del chef Marek Šáda abarca el continente: desde una burrata de entrada que señala a Italia hasta un suave cerdo con puré de alcachofas que apunta a casa. Sin importar lo interesante de la conversación, se hizo usual escuchar un silencio en la mesa con cada plato que traía consigo la cuidada coreografía de meseros —así de agradable era cada primer bocado—.
Bellevue sería, para fines de recomendación una selección tradicional de las buenas: es una experiencia exquisita que, en factores que van desde el ambiente hasta la comida, pinta dentro del contorno.
A LO CASUAL: ESKA
Les dije que la conversación en Bellevue estaba interesante, y en parte es que una de mis interlocutoras era una de las críticas culinarias más aplaudidas de la República Checa. Al compartir mi lista de restaurantes que tenía planificada para la visita, ella y su acompañante vieron ahí a Eska e inmediatamente se les llenaron los ojos de estrellitas al hablar de un plato de papas a la ceniza. ¿La otra recomendación, fuera de pedir esas papas? Ir a finales del turno de almuerzo, porque el restaurante tiende a llenarse todos los días y se hace casi obligado reservar.
Eska es parte del grupo culinario Ambiente, que ha estado arrancando pelucas con un juego de panaderías, cafés, pubs y demás lugarcitos pro-mileniales. De hecho, el restaurante en sí está ubicado en el vecindario más hipstérico de Praga, Karlín —de camino a la calle del restaurante habían heladerías artesanales, bebés en cochecitos vintage y tiendas conceptuales de diseño—. Sin embargo, son más que un lugarcito pro-milenial: sí, puede que la decoración sea de “esculturas” colgantes de saco de arroz y que el plano abierto tenga aires industriales. Sin embargo, debajo del restaurante tienen una panadería in situ, artillada con todos los poderes, y por eso el pan que sirven de entrada arriba con una mantequilla a las yerbas sobre piedrita es una cosa de un poema de Karel Hynek Mácha. Qué pan. Qué masa fermentada. Que venga a mí. Que no se vaya. Qué textura. Señores. Qué es esto. Es pan con mantequilla. Pero qué cosa.
Las tan recomendadas papas llegaron escondidas dentro de una espuma sospechosa hecha de kefir, con pescado ahumado escondido debajo y yema de huevo seca arriba. El asunto desapareció tan pronto me di cuenta de que la combinación esa era, efectivamente, deliciosa. Qué papita. Qué potato. Ke kefir.
Ya con el pan —qué pan con mantequilla, señores, voy a seguir—, la proteína del plato principal y la bebida fermentada casera de sandía-menta estaba casi llena, así decidí dejar espacio para el postre —esos letreros de la heladería artesanal cercana me convencieron—. Al bajar, casi casi que pensé en llevarme por lo menos setenta panes para la maleta, pero sabía que la frescura no resistiría el viaje. Qué tristeza.
Fotos: Cortesía de Bellevue y Eska