POR: Luis Eduardo Sánchez
Yo tengo una relación complicada con el Louvre. Me encantaría poder recorrerlo a mis anchas, pero me entra un FOMO —lo que en inglés llaman Fear of Missing Out, o el miedo a perderse algo— cuando pienso que en una visita no voy a poder recorrerlo completo.
Mi deseo en esta visita a París, entonces, era poder conocer un museo a mi paso, a mis anchas. Con la fiebre de Mondrian que tengo últimamente, no había mejor opción que el Centro Pompidou, con su oferta de arte moderno y contemporáneo. Quería una experiencia adicional, así que, junto a mis amigos, decidí ir a las siete de la noche para entonces cenar en el restaurante Georges, ubicado en su nivel superior.
Andar por París es sentir encima el peso de varios siglos de acumulación de conocimientos arquitectónicos, sartoriales, gastronómicos, urbanísticos, literarios. ¡A veces siento que es una realidad inalcanzable! Sin embargo, la atmósfera al entrar al Pompidou es más democrática: yo sentí que estaba viviendo en un pasado cercano y un presente al cual todavía podía pertenecer —quizás algo de eso tiene que ver con el hecho de que el que el edificio loquísimo de Renzo Piano esté dentro de un perímetro tan tradicional—. Se siente uno muy relajado caminando entre sus paredes.
Pero, a lo que vinimos —y no necesariamente a la tan nutrida tiendecita cerca de la entrada, de donde casi tuve que irme llorando porque me lo quería llevar todo—. Tras recorrer las exposiciones temporales, pude ver de cerca una de las Composiciones de Mondrian. Uno pensaría que, para ejecutar el cuadro, tiró las líneas a lo loco, pero al acercarse a la pieza uno ve los trazos a lápiz para los cálculos de secuencia Fibonacci que hizo. Esa pieza es un testimonio de un proceso manual complejo —algo que hoy en la oficina se hace en dos minutos en Illustrator—. Solamente ver eso en persona, tan de cerca, valió la visita.
Ahora, faltaba la cena. Hicimos reservación en el Georges para las nueve y media, y quedé impresionado. El concepto de interiorismo es una locura, con tanto metal curvado que parece una nave extraterrestre. Yo me sentía envuelto en un mundo que no ha existido jamás.
Cuando nos sentamos a la mesa y admiramos la vista panorámica de París desde arriba, la torre Eiffel nos parpadeó. Después del filete tártaro y el carpaccio, al pararnos para irnos, la torre nos volvió a guiñar el ojo. Puede que sea el cronómetro que le ponen a la estructura para que haga un cambio de luces cada hora, pero yo digo que esa era una señal de que la ciudad quería que yo volviera pronto, para así no sentirla tan inalcanzable.
Fotos: Cortesía de Luis Eduardo Sánchez