POR: Dino Campagna
En un reciente viaje a Estambul disfruté de lo esperado inesperado. Esperado era, como ingeniero, admirar la estructura y los detalles de la Hagia Sophia; inesperado fue dedicar tanto tiempo a un detalle ubicado a corta distancia, algo que en muchas edificaciones vale la pena esconder: una cisterna.
Hoy la Sophia es un museo, pero desde su construcción en el 537 la joya de la arquitectura bizantina ha tenido varias iteraciones, que hablan de la historia de la zona: primero fue una basílica cristiana, después una catedral greco-ortodoxa; sirvió como una catedral católica romana y luego una mezquita. Diseñada para ser un espejo terrenal del paraíso, su interior verdaderamente consigue transmitir una sensación celestial. Yo quedé maravillado con su domo, sus paredes de mosaicos y la luz que inunda sus galerías, pero lo más impactante, para mi sorpresa, estaba bajo tierra, a 150 metros de distancia: la cisterna de una desaparecida basílica, construida por el emperador Justiniano alrededor del 532.
Los turcos le apodan el Yerebatan Sarayi, o el “Palacio Hundido”, un sobrenombre totalmente merecido. Ahí dentro 336 columnas de mármol, de estilo jónico y corintio, encierran un área de casi nueve mil metros cuadrados; con sus nueve metros de altura cada una, la cámara tenía capacidad para almacenar unos 20 millones de galones de agua que suplían al Palacio Real.
Cuando los otomanos conquistaron la entonces Constantinopla en 1453 no conocieron de su existencia sino hasta varios años después, lo que indica cuán estratégicamente oculta fue ubicada para que el vital líquido no fuese saboteado. Los otomanos la utilizaron en principio para abastecer al Palacio Topkapi, pero posteriormente, a pesar de su valor arquitectónico, quedó como basurero. Fue redescubierta en 1545 por un explorador francés, preservada a pesar de los siglos de conflicto, y no fue sino hasta 1987 cuando fue abierta al público como atracción turística con un rescate muy acertado, pues la intervención humana posterior fue tan sutil que el visitante podría pensar que está recorriendo la cisterna tal cual existía durante su funcionamiento.
Para su construcción, los bizantinos utilizaron piezas de monumentos romanos anteriores. Quedé sorprendido al ver una gigantesca y hermosa cabeza de Medusa instalada al revés, como base… pero total, ellos pensaron de forma utilitaria: ¡De todos modos iba a estar bajo el agua!
Durante sus períodos de construcción y remodelación, a cargo de tantos gobernantes distintos, se dieron dentro de la cisterna acciones de reciclaje similar, con ítemes provenientes de templos cercanos; es como si, en nuestro caso, alguien hubiese colocado piezas de la Zona Colonial, Ciudad Nueva, Gazcue, y demás vecindarios históricos de Santo Domingo en un solo lugar. Así que, si uno se toma el tiempo de recorrer cada columna y de entender quién la creó y quién la colocó ahí, se puede ver la historia de Estambul en 336 momentos.
Pero aparte de una lección de historia, esta visita para mí fue una terapia: fue una hora en la que dejé atrás el tumulto de la ciudad para descansar los sentidos en un mundo diferente, un paraíso subterráneo. Y por experiencia puedo decir que esa realmente es la finalidad doble de la ingeniería y la arquitectura: hablarnos de todo lo que ha pasado por su exterior pero refugiarnos física y emocionalmente con su interior.
Foto: Ephesus for You