POR: Angélica Grillo
Yo soy enferma con la comida hindú. No hay curry que se me escape en ninguna ciudad grande, y creo que tengo más garam masala que sal y pimienta en mi propia cocina. Por eso, en un viaje a Udaipur, en Rajastán, me aseguré de visitar uno de los lugares más recomendados por todos los visitantes: no un monumento ni un museo, sino las clases de cocina de Shashi.
Shashi es, en buen dominicano, una mujer que lleva el sazón en las manos. Al ser de una de las castas inferiores, cuando enviudó se vio sin medios para proveer económicamente a su familia. Sin embargo, un encuentro con un turista que le vio cocinar cambió esa situación: él le recomendó compartir sus conocimientos con los viajeros, y crear un espacio en su casa a modo de escuela. Desde entonces, miles de personas han pasado por su casa, y mi amiga Mariana y yo ahora estamos en esa lista.
Esta cocinera casera es tan popular que, camino a su casa nos dimos cuenta de que andábamos perdidas. Cuando le preguntamos a un transeúnte por la clase de cocina, inmediatamente nos respondió “¡Shashi!” y nos indicó cómo llegar. ¡Ella es una celebridad allá! Y esa fama es merecida: en esa sesión grupal para seis estudiantes aprendimos a hacer cinco tipos de curry, para combinarlos con tofú, paneer o pollo. Pudimos preparar naan y roti y aprender trucos derivados de sus recetas personales —traducidas gratuitamente por viajeros y turistas que quedaron impresionados con sus habilidades—. Al final, la clase de cuatro horas termina en la mesa, disfrutando los platos… y con gran sorpresa debo admitir que no he probado comida india más rica en mi vida.
Visitar la cocina de Shashi no es solo una experiencia maravillosa para el estómago; es también una hermosa lección sobre creatividad y resiliencia, y sobre cómo el turismo responsable puede cambiar para bien la vida de tantas personas.
Fotos: Cortesía de Angélica Grillo