La familia Moussa llegó a República Dominicana hace 28 años, tras despedirse del pueblo de Bazbina en un Líbano arrasado por una guerra civil. Desde La Libanesa, su patisería en la Gustavo Mejía Ricart –primero en el número 81 y ahora en el 15–, han visto a Santo Domingo cambiar como solo lo puede ver un inmigrante, mientras han vivido el creciente interés por la comida mesoriental que demuestra la ciudad –de su cocina sale un pan pita que ya forma parte de la picadera dominicana–. ¿Cómo viven entre estar fieramente orgullosos de sus raíces y de las bellezas del país del cedro, y a la vez agradecidos del calor que les ha brindado su segundo hogar? Roula Moussa, hija del fundador y hoy una de las caras de la empresa familiar, nos cuenta su experiencia.
POR: Rab Messina
¿Por qué tu padre escogió República Dominicana como destino para la familia?
Cuando mi padre se dio cuenta de que, al haberse dado una persecución contra los cristianos en el Líbano, no podíamos estudiar ni tener vidas normales, y constantemente temía por nuestras vidas, habló con familiares que tenía mi madre aquí en Santo Domingo. Él vino un año antes que nosotros, y se quedó maravillado con la tranquilidad que vio. Hace 28 años esta ciudad era bastante tranquila, con mucha armonía y seguridad. Pensó “aquí mis hijos pueden echar pa’lante”. Todos los comienzos son difíciles, con un primer año traumático: era un idioma que no conocíamos, habiendo dejado a los amigos del colegio –como adolescente, trasladarse a otro país es el doble de difícil–.
¿Cuál fue tu primera impresión de adolescente de ese Santo Domingo?
(Risas) ¡Era muy diferente al Líbano! Lo primero que noté fue el tráfico: en mi país son muy ordenados al circular en la calle. Luego, el clima: allá tenemos cuatro estaciones, y aquí hace calor todo el tiempo. Sin embargo, eso tiene su lado bueno: puedes trabajar todos los días, sin pasar trabajo con el frío. Pero lo que más me impactó es que la gente aquí es sumamente amable: sabían que éramos extranjeros y nos dieron una acogida increíble. Nos dio una tranquilidad que no sentíamos antes; la alegría de la gente dominicana, cuando uno viene de algo traumático como una guerra, ayuda a sentirse en casa. Ya a los dos años nos sentíamos como si toda la vida hubiésemos vivido aquí. Sabemos que hay mucha gente que lo daría todo por vivir en paz, como se vive aquí, y por eso tratamos de siempre ser agradecidos con lo que tenemos.
¿Quién es el cliente de La Libanesa?
Nuestra clientela es dominicana. Un porcentaje mínimo, de quizás un cinco por ciento, es libanés, pero el resto es dominicano. Eso evidencia el apoyo que el país nos ha brindado en todos estos años.
¿Cómo comenzaron?
Mi padre la compró a un inmigrante libanés, con todo y el nombre… ¡pero en ese entonces vendían pan de agua, pan sobao, mangú y salami! Ese era nuestro local original, en la Gustavo entre la Lincoln y Lope de Vega. Seguimos una línea similar, pero el mercado nos hizo cambiar: hace unos 12 años, los supermercados abrieron sus propias panaderías, y fue más práctico para los clientes comprar su pan dentro. Con eso, muchas panaderías desaparecieron, y eso hizo que nosotros modificáramos la oferta. Hace unos ocho años sacamos la fábrica de panes del local donde estábamos antes, y fue entonces abrimos el restaurante de comida libanesa. Pasamos de vender todo tipo de pan a tener una producción exclusivamente de pan pita.
Cuando estudiaba en NYU, tenía una compañera de Beirut que estudiaba periodismo gastronómico y, al enterarse de que yo era dominicana, me dijo mitad en broma que le sorprendía ver cómo en Washington Heights le juraban que el “quipe” era dominicano.
Aquí me dicen “nuestro quipe” y yo, “¿Cómo que ‘nuestro quipe’?” (risas). Eso nos ha ayudado tremendamente: el dominicano ha acogido nuestra comida como suya. Mira el “niño envuelto”; la primera vez que vi eso aquí quedé sorprendida. Al principio encontrarte con algo como el “tipile” te choca, pero luego piensas en que estás del otro lado del mundo y que han acogido tu comida como algo propio. ¡Eso es una dicha muy grande! Sea igual o distorsionado, uno se siente orgulloso: ¡Estamos dejando una huella! Mis padres nos enseñaron que somos dominicanos pero tenemos que estar orgullosos de nuestras raíces, y que nuestros hijos deben saber de dónde vienen. En la vida se llevan muchos traumas, y por eso hay que conocer su esencia, y así sentirte orgullosa sin importar la humildad de tu origen. Eso a la larga te ayuda a fortalecerte como ser humano. Nosotros llevamos eso incrustado en el cerebro. Mi padre nos enseñó que debemos trabajar como hermanos, trabajando pase lo que pase: primero la familia, y luego el resto de los problemas.
Pregunta con antojo detrás: ¿Alguna vez van a traer Ayran, el yogur salado que usan allá para acompañar la comida callejera?
Nosotros hacemos la variedad de yogur laben diariamente, y lo compran los restaurantes con crema agria en el menú. Ahora, ¿los clientes? ¡Imposible! Cuando les decimos que el yogur es agrio, nos dicen “¡Y e’ fácil!”. Ahora, quienes lo han probado fuera se vuelven locos y nos piden que lo hagamos, para acompañar los repollitos con la parrita o los quipes. Pero la mayoría todavía nos pide azúcar para echarle al yogur (risas), así que creo faltan unos años para que sea aceptado.
¿Qué les cuentan los dominicanos que van de visita al Líbano?
El Líbano es, de la zona, el país que recibe más turistas: con sus cuatro estaciones tiene turismo de veraneo, de esquí… en el Monte del Líbano hay nieve ocho meses al año. Nuestra gastronomía es inmensa e increíble –nos dicen que en su vida habían comido tan bien, y tenemos aparte una gama de dulces impresionante–. Nosotros intentamos hacerla igual que allá, pero es difícil: aunque usemos cordero, por ejemplo, la variación de temperatura influye hasta en el sabor de la carne. No hay un dominicano que haya viajado allá que me haya dicho que el viaje no le gustó. ¡Al contrario! Vienen y nos cuentan los sitios que visitaron, y se quedan maravillados con ciudades como Jounieh, con el Malecón de Beirut, con las construcciones de la época de Jesucristo, con la Caná donde Jesús hizo las bodas. Y contrastando con esas ciudades milenarias, Beirut tiene fiesta las 24 horas, así como Nueva York.
Mi compañera de Beirut me comentaba eso mismo, pero con un agravante: decía que, en época de conflicto, para salir a las discotecas ella y sus amigos se juntaban a esperar que cayera la bomba de la noche, para descartar lugares donde podrían quedar afectados, y que luego salían a disfrutar. Esa experiencia le dejó con una capacidad impresionante de disfrutar el momento y de minimizar la importancia de cualquier tumbo.
Exacto: uno vive al máximo. Yo hablo todas las semanas con mis familiares de allá, y les pregunto: ¿Cómo te acostumbras? Me dicen: “No hay de otra”. A mí me tocó vivir bombardeos allá en verano de 2006: estaba con mi padre y mi hijo de entonces cinco años, y fue traumático. Duramos un mes trancados en la casa, con la televisión apagada para que mi hijo no se enterara de lo que estaba pasando –yo le decía que los estruendos eran películas–. Íbamos a un sitio un día, y al día siguiente no había piedra encima de piedra. Eso es lo difícil… pero a la vez, la gente se acostumbra porque no tiene de otra. Dicen “o nos adaptamos o nos vamos”: por eso ves que hay más libaneses fuera que dentro del país.
Solo en Brasil tienen una diáspora de seis millones, cuando en el Líbano apenas tienen cuatro. Se estima que en la zona del Caribe hay medio millón, y nosotros somos el foco principal de esa migración.
Sí, Brasil tiene la comunidad libanesa más grande del mundo, con México detrás. Y aquí, la segunda comunidad en cuanto a tamaño, después de la española, es la nuestra.
En estas olas de migraciones, a ustedes les persigue un cliché, exacerbado por descendientes como Carlos Slim: su incansable ética de trabajo. ¿Es eso cierto?
La verdad, sí. La gente nos pregunta cómo trabajamos tanto, y solo les decimos: “Eso es lo que conocemos”. Como inmigrante, siempre quieres dar lo mejor de ti y dar un ejemplo. Solo de pensar que digan “la hija de Fulano salió mal”… no hay nada peor que eso. Yo siempre pensaba: “La hija de Ibrahim Moussa, el dueño de La Libanesa, tiene que ser lo mejor, porque el nombre de la familia está en juego”. Uno se siente orgulloso, y aprende a valorar la responsabilidad de nunca faltar a su palabra. Tienes que trabajar con una ética intachable, para no perder todo lo que se ha logrado. Es difícil, pero tratamos de enseñarle eso a nuestros hijos. Como típicos libaneses, uno tropieza, pero encuentra fuerzas, y vuelve y se levanta cada vez más fuerte.
Foto: Rab Messina