POR: Ana Santelises de Latour
El año pasado, mi esposo y mis hijos nos aventuramos a pasar unos días en Maine, en un resort de lago. La experiencia de estar desconectados, en medio de unos paisajes naturales tan llamativos para los caribeños, fue fantástica. De hecho, fue tan buena que este año decidimos repetir.
¿Primera actividad esta vez? Irnos de excursionismo en unas rutas con cascadas de por medio. La primera que recorrimos, llamada Moxie Falls, tenía un nivel de dificultad tan bajo que hasta vimos a una muchacha en tacones andando por ahí. Disfrutamos el recorrido, pero lo tomamos como un calentamiento: eran unos 15 minutos de caminata, poco menos de un kilómetro en un terreno bastante plano. Hicimos un segundo en Bingham, con una ruta llamada Houston Brook Falls, y nos topamos con la sorpresa gratísima de tener cascadas de por medio, con unas piscinas naturales muy agradables alrededor. En Owls Head, por fortuna, también nos tocó una ruta placentera.
Sin embargo, todo eso cambió cuando llegamos al Mosquito Mountain, un camino boscoso lleno de rocas enormes. Mi hija todavía se ríe cuando recuerda cuánto se quejó durante el camino, pero cuanto disfrutó llegando a la cima de la ruta después de hora y media de ardua subida, con la lengua afuera. La vista desde allá arriba era preciosa, y todos concluimos que valió la pena el esfuerzo.
Ahora, después de hacer cuatro caminatas diferentes, nos decidimos por realizar una actividad para descansar: nada de rafting intenso, sino que lo nuestro fue pasear en gomas por el río Kennebec. ¿Saben lo relajante que es pasarse tres horas bajando un río en un tubo, con casi 10 kilómetros de recorrido? Este servicio solo está abierto entre mayo y agosto, y para mediados del verano la temperatura del agua está excelente — de hecho, yo en una me fui flotando por el agua solita, sin goma, disfrutando de la corriente —. Estuvimos tres horas felices, comiendo y bebiendo, tirándonos de las gomas y volviendo a subir, sin aburrirnos ni un segundo.
La felicidad casi infantil que se siente en este tipo de viajes, donde la naturaleza dicta cuánto nos va a poner de mojiganga, es incomparable. Habiendo vivido estos días y viendo la reacción de mis hijos, que hoy tienen siete y nueve años, sé que van a ser recuerdos que van a tener por toda la vida —sí, incluyendo los recuerdos de todos los gritos y quejas subiendo el Mosquito Mountain—.
Fotos: Cortesía de Ana Santelises de Latour