Por: Camila Gidoni
¿Quién me manda a estar viendo El mago de Oz y Up? Por influencia de esas películas, desde hace unos años tenía en mi lista de deseos hacer un viaje en globo aerostático. Creo que desde siempre he sentido atracción por el vuelo: lo he visto como una forma de sentirme libre, sin las ataduras terrenales. Hace unas semanas, en un viaje a California, finalmente se me dio: en una visita al Valle de Napa no solo pude visitar sus legendarios viñedos, sino también sobrevolarlos y disfrutar de una vista grandiosa.
Pero claro, para disfrutar del vuelo hay que sufrir un poco primero: ese día comenzó a las cuatro de la mañana, para conducir desde San Francisco hasta el lobby del Napa Valley Marriott Hotel, y encontrarnos con el equipo de Balloons Above the Valley. Afortunadamente, para contrarrestar los cinco grados bajo cero de principios de diciembre, el equipo nos esperaba con café, té y panecillos. Ahí conocimos a Jacob, nuestro piloto, quien con sus chistes y su amena forma de compartir su experiencia de inmediato nos quitó cualquier temor que pudiésemos tener sobre la aventura. ¿Uno de sus chistes, basado en información real? «A veces no se sabe dónde va a aterrizar el globo… puede ser un colegio, un estadio… ¡Donde sea! Obvio, el único lugar donde NO puede aterrizar es sobre un viñedo, porque el vino se respeta».
Una vez llegamos a la zona de despegue nos esperaba nuestro globo, con el proceso del calentamiento del aire ya iniciado. Para quienes no prestaron atención en la clase de Física, el mecanismo de estos globos no tiene secretos: el aire caliente hace que suba. Otro dato para quienes sacaban malas notas en Ciencias: dentro de la canasta del globo cada uno de los pasajeros y el piloto tienen un punto asignado, para utilizar los contrapesos y así lograr un equilibro en el aire.
Ahí, ya dentro de la canasta, comencé a sentir nervios disfrazados de miedo y emoción a la vez. Y en un pestañeo, el globo se elevó: sin darme cuenta ya estaba a 150, 200, 250 metros sobre el suelo de Napa. Increíblemente, no sentía temor alguno allá arriba, viendo cómo el mundo se alejaba y se volvía cada vez más pequeño; fue una maravilla poder ver el resto de los globos que nos rodeaban, y admirar la simetría de los viñedos abajo, aspirando el perfume de la tierra, las uvas y el aire fresco.
400 metros, 500 metros, 700 metros, 800 metros: tal cual lo presentía, allá arriba viví una sensación de libertad que pocas veces había experimentado, y todavía hoy siento que fue una de las mejores horas de mi vida. Una vez que aterrizamos –no, no sobre un colegio ni en medio de un estadio, sino en la zona designada–, concluí que cada centavo que había pagado por ese trayecto definitivamente había valido la pena.
Fotos: Cortesía de Camila Gidoni