Quien piensa que en los Países Bajos va a encontrar molinos y canales por todas partes puede llevarse una ligera decepción: en los tiempos donde Jannetje bailaba habían más de 10 mil molinos en pie, pero hoy con suerte se encuentran mil en todo el país. Sin embargo, para quien está empecinado en ver en persona a los gigantes que hacían del viento corazón, a menos de hora y media de Ámsterdam y a un salto de Rotterdam está Kinderdijk, un parque con 19 molinos preservados primorosamente.
Declarado Patrimonio UNESCO de la Humanidad en 1997, Kinderdijk tenía en sus orígenes una función importante: mantener fuera el agua, el enemigo número uno de la provincia Holanda Meridional. Los molinos tomaban el líquido de la tierra para depositarlo en el río, y así permitir la agricultura y habitación en la tierra baja (el «polder»), que los holandeses robaron de las garras del agua a fuerza de diques. En otras palabras: molinos, que agua hay. Pero ya en serio: muchos holandeses ven el molino como una metáfora de su carácter, un ejemplo de cómo algo puede estar firmemente plantado en la tierra, a pesar de las vicisitudes naturales, y ser útil y provechoso gracias a una combinación entre lo simple y lo realista.
Uno de los 19 molinos está abierto para inspección, para así conocer cómo vivía dentro –sí, dentro del molino– una familia completa. Hay una cunita de infante al pie de la cama matrimonial, que fue usada más de 10 veces. Los niños dormían en recovecos dentro de la madera, todos juntos, y la cocina era del tamaño de un dedal. A pesar de haber pasado por la Edad de Oro el siglo anterior, la vida no siempre fue fácil para todos en los Países Bajos, y este souvenir de mediados del siglo XVIII es un recordatorio muy tangible de esa realidad social.
Kinderdijk es una visita popular para los turistas en los Países Bajos, pero esa fama es muy merecida: más allá de las explicaciones disponibles en el centro de visitantes, construido dentro una antigua estación de energía a vapor, nada explica mejor esa realidad pasada que verlos todos en fila y luego pararse al lado de uno de esos monstruos, observar el contraste de la pequeñez de los ladrillos y la estrechez de sus espacios internos, y una vez arriba ver por la ventana el carrizo y luego el agua, tan tranquila pero tan amenazante, sabiendo cuánto estaba en juego si los molinos y los molineros dejaban de hacer su trabajo.
Fotos: Rab Messina