POR: Maeno Gómez Casanova
Estuve en Ámsterdam a principios del invierno, y la ciudad parecía haberse vestido de sepia, con un cielo gris. Sin embargo, yo encontré una calidez impresionante en un edificio de la calle Prinsengracht: el Museo de Ana Frank.
Aquella época gris de la historia europea produjo uno de los testimonios más hermosos de la fuerza, la esperanza y la inocencia: El diario de Ana Frank. Escondida junto a su familia y unos allegados en un anexo secreto del edificio. Es muy difícil para alguien como yo, que no vivió la Segunda Guerra Mundial, entender cuánto impactó a las personas que sí la experimentaron. Por eso, la excelente museografía del espacio te permite de alguna forma palpar no solo la experiencia de los afectados de manera cronológica, sino también, en el caso particular de quienes se refugiaron en esta vivienda, ver cómo Ana pasó de la niñez a la adolescencia en un espacio apretado, intuir cuánto sacrificó y luchó su padre para cuidar a su familia, y de la solidaridad de quienes les mantuvieron con vida aun bajo el riesgo de ser declarados traidores.
Esta, definitivamente, es una visita obligada en Ámsterdam.