Glamping entre salmones y lavanda

Para quienes les tienen miedo a los montes y las culebras pero aun así anhelan la experiencia de acampar, el glamping —“glamour camping”— es una opción idónea.

POR: Ana Santelises de Latour

Los estadounidenses, cocineros del lenguaje, aman fusionar palabras para crear conceptos nuevos. De esa manía surgen híbridos como brunch, sitcom y glamping —dígase, la acción y efecto de irse de campamento con confort y un poco de glamour—.

En un reciente viaje a Seattle, mi familia y unos amigos residentes en la ciudad aprovechamos para probar la experiencia. Tomamos un ferry al archipiélago San Juan Islands desde Anacortes —un poblado a unas dos horas de Seattle— y tras llegar al puerto Friday Harbor comenzó la experiencia con una visita a una granja de lavanda, donde todo era lavanda, todo olía a lavanda, todo era morado como la lavanda y las tiendas tenían todo de lavanda. Para quienes venimos del Caribe, esta agradable sobrecarga sensorial es indescriptible.

Luego nos trasladamos a la Wescott Bay Shellfish Company, donde pudimos escoger ostras, abrirlas y comérnoslas directamente —en tiempo de marea baja es hasta posible ver cómo las sacan de las trampas—. Yo, que cogí una ligera lucha aprendido la maniobra de abrirlas, agradecí la ayuda de uno de los empleados de lugar. El lugar, súper informal, permite que los niños se la pasen correteando, intentando sacar sus propias ostras; para los adultos, esta informalidad significa que se deben traer sus propias bebidas, salsas y limones en neverita.

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Ya al ponerse el sol nos dirigimos al Lakedale Resort, donde pasaríamos la noche: ahí brindan las opciones de espacio para las casas de campaña, espacio para casas rodantes, cabañitas de madera, o de un hotel con habitaciones separadas, WiFi y un bar en el área común. Nosotros escogimos una quinta opción: la de unas tiendas en tela. Ahí instalamos nuestro BBQ, haciendo smores para los niños, iluminados por la lámpara eléctrica disponible. Para dormir, la cama queen y el futón doble se benefician de las bolsitas de agua caliente que proveen para calentar los pies.

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Los baños, todos ubicados en un edificio común, operan con un sistema de token que permitía a cada persona ducharse por cinco minutos con agua caliente… aunque para el tema dental nos agarraba la flojera de dirigirnos allá y preferíamos cepillarnos en el mismo monte.  En ese mismo edificio también se encontraba un fregadero para los utensilios.

Al día siguiente los hombres se animaron a irse de pesca, mientras las mujeres nos quedamos realizando manualidades en el resort. De ese viaje en bote privado volvieron con dos salmones, que se convirtieron en nuestra cena. Nosotras disfrutamos a nuestro antojo del desayuno —con una máquina que juro parecía un fax de panquecas, de lo rápido y preciso que las hacía—, las niñas jugaron en un lago cercano y entre todas participamos de un taller de peluches, camisetas teñidas y confección de casitas en miniatura.

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Al reunirnos todos, decidimos bajar los mariscos del almuerzo en Friday’s Crabhouse con una sesión de monteo en bicicleta, con ejemplares especiales para que un niño y un adulto pedaleen juntos. Resumen: yo dejé el alma en esas lomas, pero a mis hijos les encantó la experiencia.

Ya el último día, antes de salir en el ferry, nos despedimos de San Juan Islands con una última visita a Friday’s Crabhouse —compramos tacos de pescado y hot dogs para comerlos en la embarcación—. Y ahí, al montarme de vuelta en el ferry, me di cuenta de que había sobrevivido a un fin de semana acampando. Bueno, acampando a lo “glam”, con agua caliente y un fax de panquecas, pero acampando.

Fotos: Ana Santelises de Latour