POR: Ana Santelises de Latour
En febrero mi esposo tenía un viaje de negocios a Tampa. Como era fin de semana largo en República Dominicana, se nos prendió un bombillito a último minuto: decirle a los niños que íbamos a llevar a papá al aeropuerto, y una vez allá, sorprenderles diciéndoles que todos nos íbamos de viaje. Mi papá, con la experiencia de cuatro hijos, dice que donde sea, aun en la ciudades frías, viven niños. Eso significa que en cualquier lugar donde uno vaya, sin importar la temporada del año, deben haber actividades infantiles… y en Tampa, a una hora de Orlando, hay una mega-actividad: el parque de diversiones Busch Gardens.
La ventaja de ir en temporada baja invernal, fuera del fin de semana —nosotros estuvimos allá un lunes— es que no hay mucha gente. Con la costumbre de los parques de Disney y Universal, al llegar compramos unos Quick Queue, los pases para esquivar las filas —las boletas en sí ya las habíamos comprado por adelantado, con una asesora en Viajes Alkasa—.
Busch Gardens es un parque de diversiones combinado con un zoológico, y eso significa que uno puede ir caminando campante y de repente encontrarse con elefantes y tigres a la derecha, unas hienas grandísimas por doquier, unos cocodrilos más grandes que uno y unos orangutanes que estaban tan acostumbrados a la presencia humana que hasta se ponían a llamar nuestra atención desde una soga, para hacernos reír. Nos llamó la atención el tour Serengeti Safari, una visita guiada entre un camioncito y a pie que permite ver de cerca a animales como las cebras e interactuar con las jirafas: mis niños se divirtieron dándoles de comer y conociendo sobre su habitat y su inteligencia, y yo digo que la jirafa se divirtió haciéndonos photobombing.
Una nota especial sobre el servicio al cliente de Busch Gardens: compramos los Quick Queue antes de entrar, pero una vez adentro nos dimos cuenta de que la afluencia era baja y esos pases no eran del todo necesarios. Cuando contratamos el tour del safari, la joven que nos atendió nos dijo, sin nosotros solicitarlo, que en esa época no eran necesarios y que nos iba a reembolsar lo que habíamos pagado por los pases y que aplicaría ese monto al tour. ¡Cuánta consideración!
De ahí nos dedicamos a los juegos en sí. Mis hijos, de seis y ocho años, se volvieron locos con las montañas rusas a las que tenían acceso —las de un mínimo de 48 pulgadas de altura para entrar—. Está el Cheetah Hunt, de 4,400 pies de largo en un recorrido que se eleva sobre el parque y luego cae por un barranco. Hubo que montarse dos veces, porque mis hijos quedaron locos. También está Cobra’s Curse, que recorre 2,100 pies a 70 kilómetros por hora hacia adelante, hacia atrás y a lo loco. “¡Otra vez!”, decían mis hijos. El Scorpion pone a uno boca abajo en un anillo de 360 grados a 80 kilómetros por hora, porque la vida es un relajo… y mientras tanto, mis hijos como si nada. Yo estoy muy agradecida de que diabluras como el Kumba —con una caída libre de 135 pies—, el Montu —con un anillo que hace que el carrito se enrolle en él— y el SheiKra —con una caída de 90 grados a 200 pies— tienen un límite de entrada de 54 pulgadas. Desde ya le tengo miedo al momento en que mis hijos lleguen a tener ese tamaño y quieran volver al parque —y justamente por esta razón Busch Gardens es muy popular entre los adolescentes, algo a tener en cuenta para quienes tienen hijos de esa edad—.
Acabamos el día con una visita a los Congo River Rapids y los Stanley Falls, y lo hicimos estratégicamente: sabíamos que nos íbamos a empapar en esos juegos, así que llevamos una muda de ropa extra para cambiarnos antes de salir del parque.
Busch Gardens verdaderamente tiene juegos para todas las edades, desde una atracción de Pláza Sésamo hasta un par de montañas rusas que meten miedo hasta al más experto. Por eso, definitivamente, fue una buena opción para pasarnos un día en familia durante una visita sorpresa a Tampa.
Fotos: Ana Santelises de Latour