POR: Ana Santelises de Latour
En casa de herrero, cuchillo de palo: tantas veces que habíamos pasado por la Cueva de las Maravillas en viajes entre Santo Domingo y La Romana, y nunca se nos había ocurrido hacer una parada. Sin embargo, con la excusa de la visita de unos amigos extranjeros, nos propusimos entrar… y qué bueno que finalmente nos decidimos.
Por alrededor de RD$300 por cabeza, los adultos revivimos nuestras clases de Historia y Geografía de la primaria: esta atracción contiene entre estalactitas y estalagmitas los petroglifos y las pictografías cotidianas que dejaron atrás los taínos, con combinaciones de imágenes humanas con animales, lo geométrico y hasta lo abstracto –muy artísticos esos tataratataratatarabuelos–. Nuestro guía, proveniente de la vecina San Pedro de Macorís, nos relató en 45 minutos cómo el ingenio de unos boy scouts hizo que dieran con la cueva, y a partir de ahí el sector público y el privado se unieron para hacer investigaciones y finalmente convertirla en un parque nacional –de sus 800 metros de profundidad, solo 240 se encuentran habilitados para recorrer–.
El trabajo de museografía que han hecho es impresionante: han manejado la narrativa del recorrido a tal punto que, aliados a unos sensores de movimiento, el caminar de los visitantes activa una serie de iluminaciones estratégicas para destacar las imágenes relevantes. ¡Ese juego de luces es todo un espectáculo!
Nuestro guía también fue honesto, algo que apreciamos: nos explicó que las obras disponibles eran en su mayoría reconstrucciones, oscurecidas para que el público pueda observarlas mejor y sometidas a un trabajo de restauración y mantenimiento. Aun así, el resultado es impresionante, y confirmé que muchas veces no es lo mismo leer sobre el arte rupestre caribeño o ver las piezas en un museo que tenerlo en frente. De hecho, ya que estuve en el lugar de los hechos, me pasé el recorrido pensando en cómo en aquel entonces un indígena pudo haber tenido una necesidad tan fuerte de expresarse y tener un nivel tan alto de manejo artístico, que llegó a trabajar sobre esa superficie –digamos que esas paredes rocosas eran el Instagram de los tiempos precolombinos–. Mis hijos, mientras tanto, iban felices tratando de adivinar cuál objeto o animal se encontraba representado en cada imagen.
Hablando de mis niños, una vez tomamos el ascensor para subir y salir –dado este aparato, la atracción es accesible para personas con dificultades motoras–, se volvieron locos con una ñapa: un espacio cercado lleno de iguanas.
Yo, mientras tanto, estaba feliz porque gracias a este parque, ellos habían tenido la oportunidad de conocer algo más sobre la historia de nuestro país. ¡Visita recomendada!
Fotos: Ana Santelises de Latour