POR: Jean Carlos Villanueva
¿Dónde estamos? ¡EN NUEVA YORK! ¿Qué queremos? ¡COMIDAAAA! ¿Cuándo la queremos? ¡NO IMPORTA, CUANDO SE ACABE LA FILAAAAAAAAAA!
Según he aprendido, para comer bueno en Nueva York hay que tener mucha paciencia y mucho más masoquismo. Es una cuestión de física elemental: dos cuerpos no pueden ocupar la misma silla en un restaurante, aun habiendo tantos en la ciudad, pero uno como que se obsesiona con ir a sitios específicos y no hay de otra que esperar para entrar.
Por ejemplo, una amiga me recomendó ir a The Butcher’s Daughter a comer, y claro que había fila. Cuando logramos entrar, yo pedí un sandwich de pastrami –que me llevaron cortado en tiritas y duré como 10 minutos para descifrar qué era, porque los hipsters son demasiado para mí a veces– y mi acompañante pidió una tostada de 300 libras de aguacate sobre un pan. Pero no yo. Yo soy una persona ligera y saludable.
¿Qué son 25 minuticos viejos si del otro lado están unas panquecas con mermelada de naranja y un croque madame? Eso duramos esperando afuera para desayunar en Jack’s Wife Freda, y al sentarme me di cuenta de que no podía ni alzar el brazo porque el sitio estaba tan lleno que estaba codo con codo con el comensal de atrás. ¡PERO ESTO ES NUEVA YORK Y HAY QUE VIVIRLO!
Para no desacostumbrarme, hice una responsable filita de media hora para comer una galletica en la Levain Bakery, porque me habían dicho que eran de lo más decentes… pero no me esperaba esos jugosos monstruos de chocolate y mantequilla de maní, tan grande que casi me come a mí.
Entonces, ¿valió la pena hacer tanta fila por doquier? La comida es buena, buenaza… pero tengo que reconocer que hacer el cuento se disfruta hasta todavía más que lo comido.
Fotos: Cortesía de Jean Carlos Villanueva (El Panda que Anda)
