POR Aida Domínguez-Imbert Garip
Desde Cuzco, uno de los puntos turísticos más visitados del Perú, a San Carlos de Puno, una pequeña ciudad de poco más de 125,000 habitantes, hay 10 horas de un recorrido inolvidable. Puno, el destino final, ofrece la experiencia de vivir desde cerca la riqueza de un poblado que ha hecho de la naturaleza un espacio inigualable. Este espacio, donde se encuentran las islas flotantes, muestra una belleza pintoresca que mezcla una flora y fauna virgen, con un espíritu de hospitalidad y carisma de aquellos que habitan en ellas.
Los uros, un grupo indígena que habita la zona, utiliza los llamados totorales para construir, desde el suelo sobre el cual caminan, hasta el techo del hogar donde se resguardan. No en vano el poblado recibe el apodo de Islas Flotantes.
Mi familia y yo hicimos el recorrido, embarcando un bote que nos transportó tanto en el tiempo como en el espacio. Viniendo de una media isla, asumíamos que la experiencia podría ser predecible. No obstante, al ir acercándonos a la realidad de esta población, empezamos a notar la magia que envolvía tal colorido lugar. El viaje muestra un estado al cual somos ajenos: al otro lado había una población completamente dependiente, en cuanto a alimentación, medicina y resguardo, de lo que la naturaleza provee en el momento. Ajenos a las distracciones del WhatsApp o del Facebook, o a las opciones de restaurantes y servicio a domicilio a los cuales tanto nos apegamos, este poblado logra probar que en ocasiones, las facilidades del mundo moderno solo nos alejan de una realidad encantadora. Desde peces capturados con las manos hasta parteras que acuden en bote a proveer ayuda a las futuras madres, las costumbres de los uros son una muestra en estado natural de cuánto atesora el peruano el medio ambiente, y el legado heredado de generación en generación.
Al llegar a “tierra” firme, a dos pies del agua, nos recibió de inmediato el húmedo olor de la totora, que se intensificaba a medida que nos acercábamos a las chozas. Pero también nos recibió el trato amistoso, amable, colorido y gentil de sus moradores, quienes con orgullo y calidez mostraban su joie de vivre. Justo por eso, y por lo impresionante que es el paisaje y el entorno en general, es más que recomendable pasar una jornada allá. Puede que este segmento visitable de las Islas Flotantes se haya estructurado de manera turística, en la que los visitantes como nosotros se puedan sentir cómodos. Sin embargo, la belleza innata logra transmitirse. Al retorno a la ciudad, nuestros anfitriones locales, vistiendo colores que impresionan casi más que la sonrisa que les acompaña, nos ofrecieron la embarcación que usan cotidianamente. En el trayecto, los niños que nos guiaban entonaban a su gusto canciones típicas en español y quéchua, logrando envolvernos hasta hacernos sentir que navegar en el lago Titicaca, en un bote de hierba y palos tejidos, fuese lo más natural del mundo.
Fotos: Sandra Garip Hued