POR: Maeno Gómez Casanova
Prefacio: Si se me ofrece ir a unas vacaciones de esas que después de tomarlas se necesitan vacaciones, ni me aventuro: yo no soy de batalla, sino de relajación –cada viajero con su tema, ¿no?–.
Sin embargo, en un viaje reciente a La Habana el esplendor añejo de la ciudad me envolvió, y a pesar de prescindir allá de cientos de comodidades que vienen con el vivir en un país capitalista y en una mini-metrópolis caribeña, disfruté la experiencia mucho, mucho más de lo que podía haber esperado.
Claro, fui a La Habana con ilusiones particulares: amo todo lo vintage, y esa tropicalidad fina que veía en películas ambientadas en la capital cubana siempre me habían llamado la atención. Hace unas semanas vi en una edición de la revista GQ un editorial de moda hecho justamente allá, con el actor Bobby Cannavale, y en un golpe de inspiración corrí a comprar camisas floridas en preparación para el viaje.
Armado de recomendaciones de amigos y allegados –desde cenar en La Guarida hasta visitar la Fábrica de Arte Cubano y dar un paseo en «almendrón»–, llegué al Aeropuerto José Martí… que parecía Plaza Naco durante mi infancia. Esa primera impresión me sirvió para entender rápidamente qué iba a ver en el resto de la ciudad: La Habana es una ciudad quedada en el tiempo, pero en realidad en dos tiempos –en los 50 de la Revolución y en los 80 del mundo real; ellos evolucionaron solo 30 años en lo que nosotros avanzamos más de 60–.
Al arribar a la ciudad, sentí estar en una Europa con sazón latino: las plazas de La Habana se parecen a la Fontana di Trevi o a los espacios públicos del Vaticano, con un trabajo de piedra meticuloso que se ve en las columnas y las gárgolas. Para hacer un paralelo: algunas plazas en nuestra Zona Colonial tienen puntos interesantes y toques verdes, pero en perspectiva, no tienen esa majestuosidad que le dan a los hitos arquitectónicos de La Habana Vieja las amplísimas calles que los rodean.
Sentí en Cuba algo que no había sentido antes: cuando vas perdiendo algo de poco a poco, no notas su ausencia –por ejemplo, esa época de transición en la cual el mundo fue decidiendo que los pescadores ya no tenían lugar en el clóset de nadie–, y por eso ahí volví a rememorar cosas de mi pasado. En La Habana todavía se permite fumar en lugares cerrados, así que mi nariz me transportó a los noventa en cada lobby y cada restaurante que visitaba. El gris y el calado de sus edificios, cosas que solo se ven ciertas partes de Gazcue, me recordaron la época en donde en ese sector todavía no habían torres.
Tuvo que intervenir el sentido del olfato para revelarme esa intangibilidad de Cuba: no la entiendes hasta que no la vives…y eso incluye los efectos del comunismo. Te lo pueden explicar y lo puedes leer en libros, pero cuando estás allá te das cuenta de que hay una forma de vivir diferente, muy diferente. Mi guía turístico era abogado, hotelero, estudió cine, fue el gerente general de un hotel en la atractiva zona de Varadero y ganaba apenas 25 dólares al mes. «Preferí dejar mi trabajo y ponerme a choferear», me contó.
Ese mismo guía me pidió que tuviésemos cuidado al caminar por ciertas partes de La Habana Vieja, donde la semana anterior se habían caído dos balcones y habían matado a 11 personas. Esas edificaciones testigos de la historia están ahí, alrededor de los cubanos –no convertidos en torres–, aunque cayéndose a pedazos y agarrados por perfiles… pero eso es parte de su belleza. Poder aprender de esa historia en cada fachada, en cada rinconcito, hizo que por primera vez en mi vida me adaptara a ambientes calurosos y congestionados, y aun así disfrutara de la experiencia.
Al intentar llegar a Varadero, una zona playera, estaba tan impresionado por esta máquina del tiempo en la que me encontraba que ni me importó que el viejísimo carro que me llevaba se averiara cinco veces –por el contrario, el Maeno que hasta ahora nadie conocía estaba tranquilo con sus vidrios abajo, haciendo las gestiones para encontrar un mojito por lo menos la mitad de bueno del que había probado en el Paladar Doña Eutimia–.
Cuando finalmente esa reliquia me depositó en Varadero, ahí descubrí algo verdaderamente inesperado: puede que Cuba le lleve mucho a Dominicana en materia de atractivo histórico turístico, del nivel educativo de su gente y de una capital que verdaderamente vive mirando al mar, no de espaldas a él –el Malecón de La Habana tiene la importancia urbanística que se merece nuestro homólogo en la George Washington–, pero no puede ganarnos en cuanto a geografía playera. Varadero, que goza de las bendiciones de ser una playa del Caribe, sigue siendo inferior en belleza a las nuestras. Muchos en la industria del turismo local hoy están temerosos con la reciente apertura económica de nuestros vecinos, y temen los efectos de un avance en su infraestructura hotelera, pero yo concluyo que mientras tengamos los cuidados medioambientales correctos, nuestro país seguirá siendo una potencia playera caribeña. ¿Y quién sabe si el futuro nos depara una sinergia turística interesante? Mientras tanto, yo seguiré agradecido de haber podido conocer a La Habana en un momento de transición, donde todavía conservaba su autenticidad de burbuja pero ya comenzaba a dar sus pasos de salida fuera del túnel.
Fotos: Cortesía de Maeno Gómez Casanova
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