POR: Gabriela Aybar
Es difícil de imaginar hoy, pero en la era de Colón, el mundo terminaba en la península ibérica, y específicamente en Cabo da Roca, un cabo…hecho de rocas. El cabo fue el punto que el venerado Luis de Camões llamó «donde la tierra se acaba y el mar comienza» en Las Lusiadas, un poema épico que es a los portugueses lo que La Ilíada y La Odisea son para los griegos, esta vez detallando sus aventuras en el mar –los portugueses de antaño eran peces exploradores, y, de hecho, Las Lusiadas está en gran parte narrada por el mítico explorador Vasco da Gama, el primer europeo en llegar a la India–.
Hoy ya conocemos cuán grande es el planeta, pero eso no le quita majestuosidad a Cabo da Roca. En un viaje reciente al país, de camino entre Cascaes y Sintra, mi esposo y yo quedamos maravillados por esa muestra del paisaje marino portugués: el lugar está casi sacado de una película. Ese pedacito de tierra está alejado de la civilización como la conocemos –a su alrededor apenas hay un faro, un cafecito y un gift shop–, y eso le aporta mucho a la atmósfera: uno se siente estar solo contra el Océano Atlántico, separados por la brisa y unos acantilados de más de 100 metros de altura hechos de granito y piedra caliza. Para los valientes hay unas rutas de recorridos costeros a pie, pero nosotros preferimos vivir para contarlo y durar una media hora explorando el lugar con cuidado. Eso para nosotros fue suficiente para admirar la belleza de la geografía portuguesa, pero también para pensar en cuánto ha cambiado el mundo en unos cientos de años.
Fotos: Cortesía de Gabriela Aybar