POR: Rab Messina
Las conté: fueron en total 18 las veces que, durante mi ascenso al Chacaltaya, a unos 5,400 metros sobre el nivel del mar, me pregunté: «¿Y quién me mandó a subir aquí?».
Nadie me mandó. Decidí que intentar digerir silpanchos y salteñas bajo los efectos del mal de altura que ataca a una buena parte de los visitantes a La Paz no era suficiente reto para mí, así que me metí en una excursión de un día a los Andes Bolivianos. Todo iba bien en el minibus, pasando las vicuñas y llamas –pensar «la llama que llama» cada vez que veía una no dejaba de ser divertido, aun después de haberlo hecho 100 veces–. Fui viendo los efectos de los minerales sobre el color de las lagunas, pasando por precipicios que hacen que la antigua carretera de Constanza tenga miedo y finalmente llegamos, una hora después, al punto para comenzar la caminata hasta la cima de la montaña.
De nuestro grupo, conformado por bolivianos, irlandeses, brasileños, una holandesa y yo, la rubia le echó un vistazo al trayecto y dio media vuelta –lógico que fuese alguien de los Países Bajos quien rechazara cualquier tipo de accidente topográfico–. Los demás nos metimos en el rol de ser John Krakauer, y así comenzamos el ascenso. Parecería que eso nos sucede a muchos cuando viajamos: al estar en un ambiente distinto a nuestra cotidianidad, olvidamos nuestras debilidades. Media hora después, con tapones en los oídos, tres mentas de coca abajo, náuseas y el dolor de cabeza más debilitante del altiplano, yo solo pensaba en la holandesa y su sabiduría, y deseaba ser ella allá abajo en el albergue. En ese momento, sin embargo, se me unió una paulistana de otra excursión, y entre las dos, haciendo paradas cada dos minutos para chismorrear sobre São Paulo y recuperar la muestra gratis de aire que nos boroneaba la zona, llegamos. Aplaudimos. Pateamos la nieve congelada a modo de celebración. Y al descenso, ella me tendió su brazo para evitar caídas y resbalones.
Al bajar a La Paz, el dolor de cabeza entraba en sus buenas y la náusea se había convertido en La Náusea –con todo y preocupación existencialista–. Sin embargo, yo seguía feliz agradeciendo a la paulistana que literal y metafóricamente me dio la mano y me ayudó, por al menos un instante, a sentirme invencible.
Foto: Rab Messina